Cuando Jonathan Glazer le contó a su padre que estaba haciendo una película sobre Rudolf Höss, general nazi responsable de supervisar ese símbolo de la industria de la muerte que fue Auschwitz, se encontró con una respuesta peculiar. “No sé para qué lo hacés”, le dijo su padre. “¿Para qué revolvés en el pasado? Dejá que se pudra”. El director londinense, que pasó diez años buscándole la vuelta al proyecto, solo atinó a contestar lo siguiente: “Ojalá pudiera dejarlo pudrirse, papá. Pero no. Ese no es el pasado”.
La forma en la que encaramos el horror, la forma en la que por momentos parecemos anestesiados frente a él, la manera en la que somos capaces de expandir un manto de naturalidad sobre lo que debería revolvernos las tripas; hay algo de eso, de un sentimiento que pende sobre el mundo occidental, que está encerrado en la película en la que, finalmente, se convirtió Zona de interés. Glazer ha dicho que su obra no es un recordatorio, sino una advertencia.
En ese sentido, la adaptación del libro homónimo de Martin Amis que hizo (muy ligeramente) el director de 58 años en este título oculta su núcleo oscuro bajo el halo de uno de los conceptos más populares de la segunda mitad del siglo XX: la llamada “banalidad del mal” con la que Hannah Arendt describió —¿y quizás, involuntariamente, justificó?— las atrocidades facilitadas por Adolf Eichmann, el gélido funcionario que se encargó de que el exterminio de los judíos marchara sobre ruedas durante el régimen de Hitler.
La película de Glazer, que está nominada a múltiples Oscar y que seguramente se lleve unos cuantos este domingo —incluido, para pesar de La sociedad de la nieve, el de Mejor película internacional—, se hunde entonces en esas aguas, dando paso al horror que solo llega de costado. Y que a veces es más insoportable que el que se atestigua de frente.
De origen inglés pero hablada enteramente en alemán, Zona de interés pone en escena a Höss y a su familia —con destaque para su esposa Hedwig, interpretada por la imponente Sandra Hüller, que este año metió doblete de excelencia con Anatomía de una caída— en el medio del campo de exterminio de Auschwitz, pero separados del terror por inmensos muros coronados por alambres de púa. Dentro de esos límites, donde crecen las flores, vuelan las abejas, los niños toman clases y las fiestas en la piscina se suceden, los Höss llevan adelante su vida y su hogar, mientras el patriarca atiende los deberes inherentes a su puesto. Él responde directamente a los altos mandos y está haciendo un buen trabajo. Es 1943, Auschwitz es especialmente efectivo y el Führer está contento.
La casa funciona como una cápsula. Con planos fijos que evocan a una especie de Gran Hermano del espanto, somos testigos de la mundanidad de Hedwig, de sus hijos, de las conversaciones entre las criadas, de las disputas conyugales, de los entretelones de una familia y sus bemoles. Como si nada pasara. Pero pasa. Y a veces, de fondo, se cuela el resto: el sonido de órdenes violentas, tiros lejanos, los perros que ladran rabiosos, un estruendo que hace añicos la sensación de abstracción.
Pero la oscuridad de lo que sucede del otro lado del muro no permea únicamente a partir del sonido: está en la ropa de los judíos gaseados que la familia Höss se reparte después, los dientes de oro con los que juegan los niños —quizás, uno de los detalles más terroríficos: ellos no están totalmente alienados frente a lo que pasa ahí afuera—, esas cenizas que, de repente, el propio Rudolf tiene que limpiar de su cuerpo cuando llega a su casa después de una salida de campo con sus hijos.
El Holocausto ha tenido infinitas versiones en el cine, pero pocas veces ha sido retratado con la crudeza aséptica de la que hace gala Zona de interés. Es una película fría en sus formas, en sus tonos, en las interacciones entre sus personajes, y todo se potencia por esa intención casi voyeurística que plantea desde la puesta en escena, y que se refuerza por los casi nulos primeros planos que toma la cámara de Glazer. Lo que se ve es siempre distante, casi tanto como la relación que los habitantes del hogar Höss tienen con el humo de los hornos que se eleva en el horizonte.
Y, sin embargo, pocas producciones sobre el tema han sido tan contundentes y aplastantes como esta.
El trabajo de sonido es impecable y terrorífico. Zona de interés dedica, incluso, casi cuatro minutos de pantalla negra al comienzo, en los que solo se escucha la música ominosa que atraviesa todo el metraje, y que funciona como un aviso: hay que prestarle los oídos al horror. En una película que por momentos se acerca a lo experimental, Glazer recupera la importancia de trabajar ese aspecto con precisión, y triunfa en medio de una industria que ha dedicado los últimos años a cultivar que el buen oficio en ese rubro es lograr que los tiros y las explosiones se escuchen en diferentes parlantes en torno a los espectadores.
Pasando raya, Glazer —nominado con justicia a Mejor dirección— encuentra en esta cinta la obra que finalmente lo revela como un cineasta de fuste. O, al menos, como alguien que en los últimos años se apropió de todos los elementos cinematográficos a su alcance para delinear una de esas películas que, una vez fuera del cine, uno no entiende bien cómo gestionar. ¿Qué se hace con todo ese espanto que, en realidad, se nos revela como lateral y liminal? ¿Qué se hace con esa escena donde el personaje de Hedwig, ante una noticia que le trastoca los planes, comienza a temer por la desaparición del hogar de sus sueños, cuando esos sueños están fundados en el sufrimiento de millones? ¿Cómo se digiere lo mundano, corriente y asquerosamente tangible y cotidiano que puede ser el mal? Para nada de eso hay respuesta. Y por eso, lo que Glazer le dijo a su padre tiene mayor sentido todavía.
“Ojalá pudiera dejarlo pudrirse, papá. Pero no. Ese no es el pasado”.