Aparentemente, Luca Guadagnino no sabe nada de tenis. O, al menos, no sabía nada antes de comenzar el rodaje de Desafiantes. Se lo dijo a The New York Times en una entrevista publicada hace algunas semanas. Sin embargo, de lo que sí sabe, y lo ha demostrado, es del deseo. De lo que les hace a las personas que se dejan enroscar por él. Y sabe cómo se lo puede transmitir en imágenes certeras que transpiren, además, una sensualidad identificable.
En su última película, protagonizada por Zendaya, Mike Faist y Josh O’Connor —y que se puede ver actualmente en cines uruguayos—, no hay una sola escena de sexo explícito o algo que sea medianamente revelador. De hecho, los encontronazos físicos de los personajes ni siquiera se acercan a rozar el erotismo de Elio y Oliver en Llámame por tu nombre, o la sensualidad mediterránea de los alocados bon vivants de Cegados por el sol. Al principio es extraño: a la película se la vendió así. Como una suerte de Soñadores, de Bernardo Bertolucci, tamizada por el cine deportivo y la música de Trent Reznor y Atticus Ross. Pero una vez que uno deja de buscar lo que, en realidad, nadie prometió, se abre otra cosa: la capacidad de Guadagnino para exudar sensualidad.
Porque hay algo en Desafiantes que la hace tremendamente voluptuosa. Es una película quebrada en sus líneas temporales, que va y viene en sus estados de ánimo y que se sirve de la enorme química de sus protagonistas para elevar la tensión sexual al ritmo de un partido de tenis que atraviesa el metraje y pone a los protagonistas masculinos en una suerte de duelo por la supervivencia amorosa. O por la recuperación de los vínculos. Guadagnino no sabrá nada de tenis, pero sabe muy bien cómo transformar esa cancha en una batalla por el deseo.
En los papeles, Desafiantes sigue los derroteros de tres tenistas a lo largo de varios años. Tashi Duncan (Zendaya) es una implacable promesa del deporte a la que una lesión grave le borra cualquier posibilidad de futuro en una cancha. Art (Faist) y Patrick (O’Connor) son dos amigos casi hermanos que buscan llegar al profesionalismo. El encuentro entre los tres modificará los caminos de todos: Tashi se casará con Art y, como su entrenadora, lo convertirá en una máquina del tenis que aúna lo mejor de Federer y Djokovic, la elegancia y la potencia; Patrick se convertirá en un buscavidas que mendiga desayunos y que compite en circuitos medios del profesionalismo, los llamados Challengers. No hay spoilers acá: la película comienza cuando los tres, después de varios años, se cruzan en uno de estos torneos. Art, en horas deportivas bajas, busca ganar confianza para disputar el US Open; Patrick, en tanto, necesita el dinero del premio para dejar de dormir en el auto.
A partir de allí, Desafiantes se toma muy en serio el trajín temporal, el disparador y la consecuencia, el saque y el punto. Y no frena. Impulsada por una banda de sonido en la que Reznor y Ross no sacan el pie del acelerador y elevan las pulsaciones al ritmo de una electrónica que casi se puede masticar, la película sacude la caja de resonancia del romance y lo que queda es un triángulo amoroso entreverado, sucio, injusto por momentos, con instantes de catarsis, de belleza y emoción, celos escondidos y pequeñas ruinas que se enroscan e infectan bajo la piel de los tres jugadores. Es, también, una película en la que la amistad y el amor están empatados en 40. Y ninguno tiene la ventaja.
En este esquema, el trío protagonista reluce. Zendaya, ya consolidada como estrella, la tenía más difícil; su aspecto más aniñado le juega en contra para la progresión temporal, pero lo salva por su talento y su potencia en escena. Mike Faist, descubrimiento de Steven Spielberg en su adaptación de Amor sin barreras, es la pieza más sufrida del tridente; su personaje parece estar siempre de rodillas, lidiando con ser una suerte de tercero en el costado, y el actor aprovecha para destacar a partir de allí. O’Connor, en tanto, transita el mejor año de su carrera —protagonizó también la hermosa La quimera, de la italiana Alice Rohrwacher, que se vio en el Festival de Cinemateca— y en Desafiantes se convierte de forma fantástica en una suerte de villano carismático y hambriento.
Por otro lado, Guadagnino no es un director que se destaque particularmente por su destreza visual, pero el mundo del tenis parece haberle dado alas para probar nuevas perspectivas, para “enterrar” la cámara bajo la cancha, acompañar el movimiento de las pelotas, buscar el punto más subjetivo colgando la perspectiva en la mirada de sus protagonistas. Lo que queda es la sensación de que las dinámicas del deporte se expanden en las relaciones, que la cinética de lo que está en juego se reproduce en los cuerpos transpirados y en tensión, y en esa seducción a tres tiempos que se estira durante más de dos horas. Dos horas que pasan, de hecho, volando.
Desafiantes ha sido un curioso éxito de taquilla en Estados Unidos, provocado sobre todo por esa expectativa sexual previa que, finalmente, se resuelve en la película de maneras discordantes pero quizás más satisfactorias. O no, dependiendo de qué se vaya a buscar. De todos modos, si lo que se quiere es una historia trepidante donde las confusiones del amor y el deseo se fagocitan a la competencia (o viceversa) es una buena opción darle la derecha a Guadagnino. Uno se lleva su intenso final en el pecho y la sensación de que acaba de ver una de las mejores películas del año. Y probablemente sea cierto.