Distinguir entre lo propio y lo extraño no es tan sencillo como puede parecer a simple vista. Al menos para nuestro sistema inmunitario, encargado de nuestra defensa, que debe decidir cuándo atacar y cuándo no hace falta.
La decisión la toma gracias a unos receptores muy específicos que poseen los linfocitos. Hay millones, generados de forma aleatoria durante el desarrollo celular, y cada receptor reconoce una sola sustancia (antígeno). A veces extraño, como en una infección, y otras propio.
Y es aquí donde está el quid de la cuestión. Porque si los receptores de los linfocitos se generan al azar y siempre reconocen algún antígeno (propio o extraño), ¿cómo asegurarse de no reaccionar agresivamente frente a las estructuras propias?
La importancia de generar tolerancia
En teoría es tan simple como hacer una selección previa. Durante el desarrollo de los linfocitos, el organismo solo permite que maduren y salgan a la circulación periférica los que no reaccionan frente a las estructuras propias. Es lo que se conoce como tolerancia central.
Pero además, y como segundo punto de control, tenemos mecanismos periféricos que bloquean a cualquier linfocito autorreactivo que haya podido escapar al primer filtro.
La combinación de mecanismos de tolerancia central y periférica garantiza que no circule ninguna célula que potencialmente pueda destruir a las estructuras propias. Si funciona, solo tendremos células capaces de reconocer lo extraño. Pero si alguno de estos mecanismos de tolerancia falla, nos infligimos daño a nosotros mismos y sufrimos una enfermedad autoinmune.
¿A más higiene, más autoinmunidad?
En los países desarrollados, a la vez que las enfermedades infecciosas caen en picado, la incidencia de las enfermedades autoinmunes y de las alergias se mantiene en continuo ascenso. Desde hace más de 20 años se baraja la opción de que no sea casualidad, y que la exposición a determinados patógenos (incluso potencialmente peligrosos) tenga un efecto protector frente al desarrollo de autoinmunidad.
Por ejemplo, ciertas cepas de ratones criadas en condiciones de esterilidad estricta desarrollan fácilmente diabetes, mientras que esta incidencia se reduce notablemente si los animales se crían en condiciones habituales, que ya son bastante higiénicas de por sí.
En humanos, es llamativo el caso de la región de Karelia, fronteriza entre Finlandia y Rusia: con las mismas condiciones medioambientales y genéticas de la población, pero grandes diferencias económicas y sociales, las enfermedades autoinmunes y alérgicas son mucho más frecuentes en la zona finlandesa.
Por otro lado, últimamente se ha relacionado la composición de la microbiota (es decir, las bacterias beneficiosas que tenemos en el intestino) con determinadas enfermedades, entre ellas las autoinmunes. De hecho, la administración de probióticos de ciertas bacterias comensales para conseguir una microbiota protectora es un campo emergente para el manejo de estas patologías.
Sin ir más lejos, cuando a los ratones que desarrollaban diabetes en condiciones de esterilidad se les administran ciertas bacterias de individuos rusos de Karelia (que apenas sufren autoinmunidad), el problema desaparece. Por el contrario, la administración de bacterias comensales de la zona finlandesa predispone a la autoinmunidad en estos animales.
¿Podemos deducir que los microbios son siempre protectores? En absoluto. Las sospechas que se acumulan desde hace años de que algunas enfermedades autoinmunes se producen después de haber sufrido ciertas infecciones cada vez son más sólidas. Un reciente estudio, por ejemplo, demuestra una fortísima relación entre la esclerosis múltiple y una infección previa con el virus de Epstein-Barr, causante de la mononucleosis infecciosa. La relación es tan estrecha que casi podríamos afirmar que no habría esclerosis múltiple sin esta infección previa.
Por tanto, hay microorganismos con efectos protectores y microorganismos que predisponen a desarrollar patologías autoinmunes.
Las complejas causas de la autoinmunidad
Solo en contadas ocasiones la autoinmunidad se debe a la mutación en alguno de los genes que controlan la tolerancia o la respuesta inmunitaria. Pero en la inmensa mayoría de los casos, hace falta una conjugación de la predisposición genética con causas ambientales y elementos desencadenantes.
Un ejemplo claro de predisposición genética lo encontramos en la espondilitis anquilopoyética: el 95 % de los pacientes con esta enfermedad tienen la molécula HLA B27, que también está presente en un porcentaje de la población sana. De igual manera, en el caso de la diabetes tipo I, la mayoría de los pacientes poseen determinadas moléculas HLA que podemos encontrar, también, en la población sana.
Por tanto, la genética predispone (a veces mucho) pero casi nunca es suficiente para el desarrollo de la autoinmunidad.
Más autoinmunidad en las mujeres
La incidencia de las enfermedades autoinmunes es mucho más alta en mujeres. Por ejemplo, más del 90 % de las personas con síndrome de Sjögren o lupus eritematoso sistémico son mujeres, aunque es cierto que hay más hombres con diabetes tipo I.
Las causas de estas diferencias no están del todo claras, pero hay que recordar que las hormonas tienen un importante papel modulador en varias vías reguladoras de la respuesta inmunitaria relacionadas con la autoinmunidad. Además, las hormonas también modulan la microbiota, haciendo que hombres y mujeres tengan distinta composición.
Un recordatorio más de que, en cualquier investigación biomédica, el sexo es un factor fundamental a tener presente.
(The Conversation)