Mevlude Aydin no pudo visitar las tumbas de su hija, su marido y decenas de familiares que perdió en el catastrófico terremoto que sacudió a Turquía hace un año. Ver su ciudad natal de Antioquía, en la provincia de Hatay, hecha en un puñado de ruinas irreconocibles es demasiado traumático para esta mujer de 41 años.

“Nuestro Hatay desapareció del todo”, afirma la mujer en una de las deprimentes casas-contenedores habilitadas por el gobierno para acoger a los supervivientes de esta provincia arrasada. “Quisiera ir al cementerio a visitar a nuestros niños, pero simplemente no puedo. Simplemente no quiero ver la ciudad en ese estado, me enferma”, dice la mujer.

El sismo del 6 de febrero del año pasado mató a más de 50.000 personas y borró en mitad de la noche ciudades enteras en el sudeste de Turquía. Ningún lugar quedó tan afectado como Antakya, nombre turco de esta ciudad rodeada por montañas, cuna de las civilizaciones cristiana y musulmana, conocida a lo largo de la historia como Antioquía.

Nueve de cada diez edificios se derrumbaron y más de 20.000 personas murieron en la ciudad y en la provincia que la rodea. Hoy, los sobrevivientes deben lidiar con el trauma en campamentos vallados de cientos de casas idénticas hechas con contenedores de mercancías. Una ciudad de metal que tiene el aspecto de un campo de prisioneros, pero donde es posible acceder a agua potable y energía, que el gobierno ofrece gratuitamente.

“Día a día”

Cagla Ezer vive en la otra punta de la ciudad arrasada. En un contenedor de aspecto similar al que habitan sus vecinos, llora por la vida que tuvo. “Ya no hay expectativas, no hay propósito”, dice la mujer de 31 años, madre de dos niños. “El objetivo es que pase otro día, sobrevivir el día indemne. No hay futuro”, agrega.

Las autoridades locales estiman que la población de Hatay se redujo de 1,7 millones antes del sismo a 250.000 habitantes. Casi 190.000 viven alojados en los contenedores acondicionados por el gobierno. La mayoría de quienes se quedaron no tienen familia en otras partes de Turquía a la que acudir, o simplemente se sienten demasiado apegados a su tierra, aunque el paisaje guarde poco parecido a lo que era antes del terremoto.

Antioquía, una animada ciudad con una vibrante vida nocturna y arquitectura antigua se transformó en un amasijo de enormes espacios vacíos y restos esqueléticos de edificios derruidos. En un día particularmente lluvioso, aislado en el centro de uno de estos campos de escombros, se destaca el contenedor metálico verde de Fevzi Sislioglu.

Con la ayuda de vecinos de buen corazón, el hombre de 65 años, que sobrevivió a un cáncer de garganta, consiguió colocar el contenedor en el mismo lugar donde antes tenía su ferretería. “Estoy vendiendo todo lo que no fue saqueado en mi tienda original”, dice Sislioglu en una voz apenas audible. “No tengo electricidad aquí, ni agua, y muy pocos clientes. Pero tengo que seguir adelante. Me tengo que encargar de mi mujer y mis dos niños”, agrega.

“Inyección de moral”

El abatimiento es compartido por los pocos vendedores que quedan en el bazar Uzun Carsi, de Antakya, un laberinto parcialmente cubierto de 1.500 tiendas que fue una importante parada de la antigua Ruta de la Seda. Las autoridades quieren empezar a demoler en mayo los restos del edificio por precaución. El plan es levantar en su lugar un nuevo bazar más seguro.

“Con suerte, veremos días mejores y tendremos un mercado incluso más bonito”, dice el presidente de la asociación de comerciantes, Mehmet Hancer Gunduz. “Hay planes para reconstruir la ciudad. Yo creo en ello, con la ayuda del gobierno vamos a salir adelante”, afirma el hombre.

A no muchos metros de allí, el brillo que irradia el restaurante Umut Et, que significa “Mantener la esperanza”, ofrece a Resim Devir y a su familia una rara ocasión de sonreír. El local original quedó destruido y erigieron el nuevo usando sólo madera y acero. Muchos todavía tienen miedo de entrar en edificios de cemento porque muchos de ellos se derrumbaron y atraparon a los primeros supervivientes bajo toneladas de escombros.

“Es uno de los pocos sitios donde puedes escapar del estrés”, dice Devir en medio de una comida de varios platos. “Necesitamos una inyección de moral para sobrevivir en estos días”, aclara el hombre mientras atiende a un par de clientes.

Juegos de niños

El dueño del Umut Et, Mustafa Kassab, piensa que hasta dentro de una o dos generaciones Antakya no volverá a asemejarse a lo que era, ni los negocios volverán a la normalidad. “La gente todavía no pudo superar el efecto psicológico del terremoto. No hay dinero ni financiamiento”, dice Kassab.

A pocos metros de distancia, Yazgin Danisma puede ver su dolor reflejado en los juegos con los que sus tres hijos se entretienen en las calles pavimentadas y sin vida que se forman entre las hileras de contenedores. “Los niños desarrollaron miedo. Cuando juegan, el juego siempre termina con un supuesto terremoto. Puedo escucharlos hablar entre ellos de escapar. Pero yo todavía quiero vivir en Antakya”, dice la mujer.

 

(Con información de AFP)

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