Puede que éste sea el año en que los creadores de contenidos por fin luchen contra el capitalismo de vigilancia. En las últimas semanas, proveedores de noticias grandes y pequeños, así como cómicos, autores y otros profesionales creativos, han presentado múltiples demandas que alegan que su trabajo se está utilizando injustamente para crear la inteligencia artificial (IA) que amenaza con sacarlos del negocio.
Una de las demandas más notorias fue la presentada por el New York Times, en la que el gigante periodístico acusaba tanto a OpenAI como a Microsoft, la cual tiene una inversión multimillonaria en ella, de ilegalmente utilizar millones de piezas de contenido periodístico para entrenar grandes modelos lingüísticos, las mismas creaciones que pueden acabar sustituyendo al tráfico de búsqueda que monetizan tanto las plataformas tecnológicas como los grupos editoriales.
Entonces el problema es doble. No sólo no se está pagando justamente a los grupos editoriales y a los creadores de contenido por el contenido utilizado para entrenar estos modelos, sino que la IA también está a punto de seriamente disrumpir el negocio mediante el cual los consumidores buscan información en línea: podría hacer que los 20 años anteriores de rapaz extracción de rentas de los creadores de contenidos por parte de las grandes empresas tecnológicas, o “Big Tech”, parecieran menores en comparación.
Ahora mismo, cuando la gente utiliza un motor de búsqueda para obtener información, se le muestran resultados que pueden llevarla a los sitios web de los creadores. Los creadores pueden entonces ganar dinero con el tráfico a través de la publicidad digital. Es una relación simbiótica, lo que no quiere decir que sea igualitaria. Desde que Google fue pionera en el modelo de negocio de venta de anuncios por las búsquedas, allá por el año 2000, los creadores de contenido más o menos han estado a la merced de las condiciones de reparto de ingresos que quisieran ofrecer las grandes empresas tecnológicas, si es que ofrecían alguna.
Esto empezó a cambiar hace un par de años, cuando Australia, seguido de Canadá, obligaron a las plataformas tecnológicas a negociar los pagos con los grupos editoriales. Eso es mejor que nada, pero las tarifas han alcanzado solamente una fracción de lo que muchos expertos consideran el valor justo.
Un reciente estudio realizado por investigadores de la Universidad de Columbia, de la Universidad de Houston y de la consultora Brattle Group cuantificó el déficit. Ellos calcularon que, si Google les diera a los grupos editoriales estadounidenses el 50 por ciento del valor creado por su contenido informativo, estaría desembolsando entre US$10 mil y US$12 mil millones anuales. En la actualidad, el New York Times — uno de los mayores difusores de noticias — apenas está recibiendo US$100 millones a lo largo de tres años.
Ahora, la IA está a punto de hacer que incluso esa relación asimétrica parezca buena. Cuando le haces una pregunta a un chatbot como ChatGPT de OpenAI, o a Bard de Google, no se te envía al sitio web de un creador. Más bien, se te da la respuesta directamente. Los usuarios permanecen en el ‘jardín amurallado’ de cualquiera que sea el titán tecnológico propietario de la plataforma de inteligencia artificial. El hecho de que la IA haya sido entrenada con el mismo contenido protegido por derechos de autor que pretende eludir no hace sino agravar la situación.
No son sólo los creadores de contenido tradicionales los que están preocupados. Las marcas ahora están creando sus propios influenciadores virtuales en los medios sociales con IA para no tener que pagar los US$1,000 por publicación que cobran algunos influenciadores reales. Las huelgas de actores y guionistas de Hollywood del año pasado también tuvieron que ver con esta carrera hacia el abismo, en la que cada vez más trabajos creativos administrativos serán realizados por software.
Representa la máxima expresión de la inversión definitiva, y quizás inevitable, del punto de partida de la red informática mundial, conocida como la World Wide Web, el cual consistía en ayudar a los usuarios a encontrar y navegar fácilmente por la multitud de páginas web originales que surgieron a medida que el Internet se generalizaba. Tal como dijo Larry Page, el cofundador de Google, a un entrevistador en 2004, “queremos sacarte de Google y llevarte al lugar adecuado lo más rápido posible”.
Pero a medida que Google y otras plataformas tecnológicas crecían, el objetivo pasó a ser mantenerte dentro, cerrando acuerdos exclusivos con otras compañías como Apple y Samsung para ser su proveedor de búsquedas preferido. Las plataformas tecnológicas también adquirieron compañías en áreas como la publicidad digital, los sistemas operativos móviles, los medios sociales, y otras áreas adicionales, para ‘cercar’ cada vez más el territorio en línea y mantener a los usuarios dentro de la plataforma.
Así es como Google llegó a dominar las búsquedas, lo cual, por supuesto, dependía de su capacidad de poder apropiarse de contenidos protegidos por derechos de autor.
En cierto modo, la IA altera ese modelo. Al fin y al cabo, son Microsoft y OpenAI, y no Bard de Google, las que dominan hasta ahora. Pero, en otro sentido, la IA no es más que otro paso — quizás el último — en el proceso del capitalismo de vigilancia. Esto se trata de extraer los datos y la atención de los usuarios y vendérnoslos de vuelta en maneras que creen gastos de producción cada vez menores y márgenes de beneficio para las plataformas cada vez mayores.
De hecho, una demanda reciente presentada por la organización noticiosa de Arkansas Helena World Chronicle en una acción colectiva contra Google y Alphabet que argumenta que los acuerdos de “vinculación ilegal”, en los que el gigante de las búsquedas se apropia indebidamente del contenido de los grupos editoriales y lo vuelve a publicar en su plataforma, son “ampliados y exacerbados por la introducción de Bard en 2023 por parte de Google”, ya que el chatbot fue entrenado con el contenido de los grupos editoriales que van desde Helena World Chronicle hasta el Washington Post, ninguno de las cuales fue compensado.
Independientemente de que los chatbots acaben eliminando a las búsquedas, no hay duda de quiénes son los ganadores en esta última versión del capitalismo de vigilancia: las grandes empresas tecnológicas. Esperemos que tengan que pagar más por lo que se han apropiado.